La elite de caballeros con ideales elevados para preservar la estabilidad y la rectitud
Quienes deseen asumir sus responsabilidades mediante un compromiso genuino con la democracia y la libertad -y hasta con una supervivencia aceptable- tendrán que distinguir las barreras que les cierran el paso. Estas no se ocultan en los Estados más violentos.
En las sociedades más democráticas las barreras son más sutiles. Si bien los métodos difieren pronunciadamente desde las sociedades más brutales a las más libres, los objetivos son, de muchas maneras, similares: asegurarse de que la "gran bestia", como Alexander Hamilton llamaba al pueblo, no traspase los límites debidos.
En las sociedades más democráticas las barreras son más sutiles. Si bien los métodos difieren pronunciadamente desde las sociedades más brutales a las más libres, los objetivos son, de muchas maneras, similares: asegurarse de que la "gran bestia", como Alexander Hamilton llamaba al pueblo, no traspase los límites debidos.
El control del común de la población ha sido siempre una de las preocupaciones dominantes del privilegio y el poder, especialmente desde la primera revolución democrática moderna en la Inglaterra del siglo xvii.
Así las cosas, los hombres de primera calidad declaraban que, puesto que el pueblo es tan "depravado y corrupto" como para "conferir posiciones de poder y responsabilidad a hombres indignos y malvados, renuncia a su poder a este respecto y lo cede a los buenos, así estos sean pocos".
Ya en tiempos de Wilson, amplios sectores de élite de los Estados Unidos y Gran Bretaña reconocían que en el interior de sus sociedades la coerción era una herramienta de decreciente utilidad y que habría que inventarse nuevas formas de domar a la bestia, principalmente mediante el control de opiniones y actitudes. Desde entonces han surgido colosales industrias dedicadas a tales fines.
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Los autodenominados "hombres de primera calidad" miraban consternados cómo una "aturdida multitud de bestias con figura de hombre" repudiaba la estructura básica del conflicto civil que se libraba en Inglaterra entre la corona y el parlamento y exigía un gobierno "de compatriotas iguales a nosotros, que conozcan nuestras necesidades" y no de "caballeros y señores que nos dictan leyes, elegidos por temor y que únicamente nos oprimen y desconocen las aflicciones del pueblo". Así las cosas, los hombres de primera calidad declaraban que, puesto que el pueblo es tan "depravado y corrupto" como para "conferir posiciones de poder y responsabilidad a hombres indignos y malvados, renuncia a su poder a este respecto y lo cede a los buenos, así estos sean pocos".
Ya en tiempos de Wilson, amplios sectores de élite de los Estados Unidos y Gran Bretaña reconocían que en el interior de sus sociedades la coerción era una herramienta de decreciente utilidad y que habría que inventarse nuevas formas de domar a la bestia, principalmente mediante el control de opiniones y actitudes. Desde entonces han surgido colosales industrias dedicadas a tales fines.
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Casi tres siglos después, el "idealismo wilsoniano", como suele llamársele, adoptó una actitud bastante parecida: en el exterior, la responsabilidad de Washington es ver que el gobierno esté en manos de "los buenos, así estos sean pocos"; en casa, es necesario resguardar un sistema de toma de decisiones por las élites y ratificación por el público -"poliarquía", en el léxico de la ciencia política-, en vez de una democracia.
Como presidente, el propio Woodrow Wilson no se privó de ejecutar políticas severamente represivas, incluso dentro de Estados Unidos, pero por lo común ese tipo de medidas no son un medio disponible allí donde las luchas populares han conseguido un grado sustancial de libertad y derechos.
El propio parecer de Wilson era que había que facultar a una élite de caballeros de "ideales elevados" para que preservase "la estabilidad y la rectitud". Algunos renombrados pensadores se mostraron de acuerdo. "Hay que poner al público en su sitio", declaró Walter Lippmann en sus ensayos progresistas sobre la democracia.
El propio parecer de Wilson era que había que facultar a una élite de caballeros de "ideales elevados" para que preservase "la estabilidad y la rectitud". Algunos renombrados pensadores se mostraron de acuerdo. "Hay que poner al público en su sitio", declaró Walter Lippmann en sus ensayos progresistas sobre la democracia.
Ese objetivo se podía alcanzar en parte mediante una "fabricación del consentimiento", que sería un "arte recatado y órgano corriente para el gobierno del pueblo". Esta "revolución" en el "ejercicio de la democracia" debería habilitar a una "clase especializada" para el manejo de los "intereses comunes" que "en gran parte se le escapan por completo a la opinión pública": en suma, el ideal leninista. Lippmann había observado de primera mano esa revolución en el ejercicio de la democracia, como miembro que fue del Comité de Información Pública de Wilson, creado para coordinar la propaganda en tiempos de guerra y que tuvo mucho éxito en azuzar la población hasta el delirio bélico.
Aquellos "hombres responsables" que son los indicados para tomar decisiones, prosigue Lippmann, deben "vivir libres del pisoteo y el bullicio de un rebaño azorado". Esos "extraños entrometidos e ignorantes" deben ser "espectadores", no "participantes". Pero la manada tiene, sí, una "función": pisotear periódicamente a favor de este o aquel elemento de la clase dirigente en tiempo de elecciones.
Lo que no se dice es que los hombres responsables alcanzan ese estatus no por tener un talento o conocimientos especiales, sino por subordinarse voluntariamente a los sistemas del poder real y guardar lealtad a sus principios operativos; de modo primordial a ese que dicta que las decisiones básicas sobre la vida social y económica se deben circunscribir a instituciones con un control autoritario vertical, en tanto que la participación de la bestia se debe limitar a una palestra pública mermada.
Lo que no se dice es que los hombres responsables alcanzan ese estatus no por tener un talento o conocimientos especiales, sino por subordinarse voluntariamente a los sistemas del poder real y guardar lealtad a sus principios operativos; de modo primordial a ese que dicta que las decisiones básicas sobre la vida social y económica se deben circunscribir a instituciones con un control autoritario vertical, en tanto que la participación de la bestia se debe limitar a una palestra pública mermada.