Las tragedias olvidadas
Los griegos antiguos aceptaban la crueldad de la naturaleza, que es al mismo tiempo agresiva y dulce. Lo explica Salvatore Natoli en Libertà e destino nella tragedia greca (Ed. Morcelliana). La naturaleza es madre, pero también es nociva, implacable, atroz. Las tragedias griegas se centran en tal contradicción (la naturaleza como madre y como madrastra). Para los griegos la vida se escindía entre zoé, palabra de la que proviene “zoología”, y bios, de la que deriva “biografía”: la historia concreta de un individuo.
Zoé se refiere a la vida en general, común de todos los seres vivientes. Contiene una visión fría y desapasionada del ciclo de la naturaleza: la rueda ciega, inexorable, que nunca se detiene. El nacimiento (equivalente a la primavera o a la mañana), la plenitud (verano, mediodía), el declive (otoño, tarde) y la muerte (invierno, noche). El ciclo de zoé alcanza a todo lo que está vivo y dibuja una relación de dependencia entre vida y muerte, ya que la muerte no es un final, sino semilla de un nuevo comienzo. Las hojas caídas en otoño que se pudren en los bosques de invierno son el alimento de las hojas que surgirán con la primavera. Electra, al visitar la tumba de su padre, Agamenón, recita una plegaria: “¡Oh, naturaleza generadora, acoge la semilla fecunda!”. Los cadáveres son simientes.
Si zoé es la vida genéricamente considerada, bios se refiere a la existencia individual, a la biografía de cada sujeto. Lo que para la naturaleza no es más que cambio continuo, renovación inevitable, transformación de las hojas podridas en nuevos brotes, para el sujeto es el fin, el muro infranqueable, la muerte. La naturaleza no es consciente de su girar: es inconmovible. Pero el sujeto, sí. El individuo sabe que hay un final. De ahí la batalla por la vida; y la resistencia a la muerte.
Los occidentales de hoy huimos de la idea de muerte. En cambio los griegos contemplaban la muerte cara a cara. Entendían la existencia como la lucha incansable entre los dos sentidos de la vida: el genérico ( zoé) y el subjetivo ( bios), conscientes de que, para la naturaleza, la muerte del sujeto carece de importancia. Vivir de acuerdo con la realidad humana es la lección principal de las tragedias griegas. La pretensión de ser inmortal y vivir como los dioses es insensata (los griegos estaban muy lejos de la voluntad contemporánea de suplantar a Dios de la que habla Yuval Noah Harari en Homo Deus, Ed. Debate). Por ello son castigados los que, como Prometeo, pretenden equiparar la vida humana a la divina.
Schopenhauer y Freud subrayaron, partiendo de los griegos, el doble rostro de la existencia. Sostienen que, por un lado, somos meros funcionarios de la especie, administradores aplicados de las leyes ciegas de la naturaleza. Pero, por el otro, empujados por la ilusión de la subjetividad, tenemos la fantasía de controlar y dirigir nuestra vida. El deseo individual y las exigencias de la naturaleza nos provocan una escisión interna.
De tal escisión hablan las tragedias griegas. En el ciclo de Orestes, por ejemplo, nos encontramos ante dilemas tremendos. Agamenón debe liderar la coalición griega que parte hacia Troya. Helena, la mujer de su hermano Menelao, se ha fugado con Paris, hijo del rey troyano. Pero puesto que las naves griegas no pueden desplegar las velas, le es exigido el sacrificio de su hija Ifigenia. ¿La sacrifica por sentido del deber (la patria es superior al amor paterno) o por orgullo de caudillo (el éxito, la gloria)? Cuando regresa, vencedor de la guerra, su mujer Clitemnestra y Egisto, el amante, lo asesinan. ¿Clitemnestra ha vengado a la hija o ha defendido su nueva vida con el amante y el poder que comparten? Después Orestes, hijo de ambos, asesina a la madre. ¿Lo hace para vengar al padre o para recuperar el reino que Egisto le ha arrebatado?
He pensado en los dilemas de este ciclo trágico griego observando los comportamientos de los líderes catalanes y españoles en las insomnes batallas que nos están llevando al desastre anunciado. Nuestra tragedia, como las antiguas de los griegos, nos pregunta: ¿el comportamiento de los líderes responde a razones concretas (sentencia del Estatut, inmovilismo español, exigencia de las leyes, ideología de unos y otros) o es fruto de una necesidad imperiosa, superior a nosotros, fatalmente irresistible, egocéntrica, tribal, viciada por anhelos de triunfo y pulsiones inconfesables? ¿El ciclo actual de Europa, repleto de tensiones en cada país, nos empuja hacia el conflicto sin solución, hacia el choque que, inevitablemente (incluso si no aparece la violencia), será destructivo y devastador? ¿Somos esclavos de nuestra época conflictiva, somos marionetas de la historia?
¿Para los Menelaos de hoy, la desdicha de los ciudadanos de a pie carece de importancia? ¿Para ellos sólo cuentan el prestigio, el éxito o las leyes de la tribu? ¿Estamos sometidos al viento inclemente de nuestro tiempo y al imperio de las leyes trágicas de la política? ¿Nos domina, como si estuviéramos en Troya, el orgullo herido, el olor a sangre, el anhelo de triunfo, la pulsión de muerte?
fuente: La Vanguardia