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CRONICAS DE UN MUNDO EN CONFLICTO
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La destrucción de la esperanza como medio para instaurar la democracia formal


Mientras que al enemigo interno se le suele controlar con propaganda intensiva, allende las fronteras se cuenta con medios más directos. Los líderes de la administración Bush - en su mayor parte reciclados de los sectores más reaccionarios de la administración Reagan-Bush I - lo ilustraron con toda claridad en su anterior paso por cargos públicos.

Cuando la Iglesia y otros descarriados desafiaron el tradicional régimen de violencia y represión en los dominios centroamericanos del poder estadounidense, el gobierno de Reagan respondió con una "guerra contra el terror", declarada tan pronto tomó posesión en 1981. No sorprende que la iniciativa norteamericana se convirtiera al instante en una guerra terrorista, una campaña de matanzas, torturas y barbarie que pronto se extendió a otras regiones del planeta. 
En un país, Nicaragua, Washington había perdido el control de las fuerzas armadas que venían subyugando a su población, otro amargo legado del idealismo wilsoniano. Los rebeldes sandinistas derrocaron la dictadura de Somoza, apoyada por Estados Unidos, y disolvieron la sanguinaria Guardia Nacional.
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Fue necesario, por lo tanto, someter a Nicaragua a una campaña de terrorismo internacional que dejó al país en ruinas. Hasta los efectos psicológicos de la guerra terrorista de Washington son graves. El espíritu de regocijo, vitalidad y optimismo que siguió al derrocamiento de la dictadura no pervivió mucho tiempo después de que la superpotencia imperante interviniera para frustrar toda esperanza de que una historia siniestra tomara al fin un nuevo rumbo.
 
En los demás países centroamericanos en la mira de la "guerra contra el terror" del reaganismo, las fuerzas equipadas y adiestradas por Estados Unidos mantuvieron el mando. Sin un ejército que defendiera a la población de los terroristas (o sea, de los propios organismos de seguridad), las atrocidades fueron aún peores.

El registro de asesinatos, torturas y devastación fue ampliamente difundido por organizaciones de derechos humanos, grupos eclesiásticos, estudiosos latinoamericanos y muchos otros; pero poco supieron de él, antes de ser borrado con prontitud, los ciudadanos del país con la mayor responsabilidad en ello".
Leer también: Si el público escapa a su responsabilidad nos encontramos ante una crisis de la democracia.
Para mediados de la década de 1980 las campañas terroristas apoyadas por Washington habían creado sociedades "afectadas por 11 el terror y el pánico (...) la intimidación colectiva y el miedo generalizado", según palabras de una importante organización de derechos humanos salvadoreña auspiciada por la Iglesia. La población había "interiorizado la aceptación" del "empleo cotidiano y frecuente de métodos violentos" y "la frecuente aparición de cadáveres torturados" .

De regreso de una corta visita a su nativa Guatemala, el periodista Julio Godoy escribía que "uno se ve tentado a creer que ciertas personas en la Casa Blanca veneran deidades aztecas (...) con ofrendas de sangre centroamericana".

Godoy había huido unos años antes, cuando terroristas de Estado volaron su periódico, La Epoca, operativo este que no despertó interés alguno en Estados Unidos: la atención se fijaba con esmero en las fechorías del enemigo oficial, sin duda reales pero apenas detectables dada la escala del tenor estatal apoyado por EE UU en la región. La Casa Blanca, como escribió Godoy, instaló en Centroamérica y brindó ayuda a fuerzas que "fácilmente podían competir con la Securitate de Nicolás Ceau-sescu por el premio mundial de la crueldad"-. 
Una vez los comandantes terroristas lograron sus objetivos, se citó en San Salvador, con el fin de pasar revista a las consecuencias, a un congreso de jesuitas y asociados seglares con sobrada experiencia personal en qué fundamentarse, independientemente de lo que habían observado en la tétrica década de los años ochenta. El congreso concluyó que no basta con fijarse tan sólo en el terror.

No menos importante es "explorar (... ) el peso que la cultura del terror ha tenido en la domesticación de las expectativas de la mayoría'', impidiéndole contemplar "alternativas a las exigencias de los poderosos"5. Y esto no sólo en América Central.
 
La destrucción de la esperanza es un proyecto de importancia crucial. Y una vez se lleva a cabo, la democracia formal es permitida... y hasta se prefiere, así sea por cuestión de relaciones públicas. En círculos más sinceros se admite la verdad de mucho de todo esto. Desde luego, quienes lo entienden más a fondo son las bestias con figura de hombre que sufren las consecuencias de desafiar los imperativos de la estabilidad y el orden.
 
La segunda superpotencia, la opinión pública mundial, no debería escatimar esfuerzos en comprender estos asuntos, si es que espera librarse de las riendas que la sujetan y tomar en serio los ideales de justicia y libertad que con tanta facilidad brotan a flor de labios pero que tan difíciles son de proteger y fomentar.
 
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