La plenitud del arte y la literatura femeninas no comenzaron en la segunda mitad del siglo XX.
Ahora ya podemos afirmar a ciencia cierta que la plenitud del arte y la literatura femeninas no comenzaron en la segunda mitad del siglo XX.
Que antes de ese feliz momento no existieron sólo algunos pétalos marchitos de delicadas rosas de porcelana, ciertas modestas violetas o un puñado de pequeñas flores de zarzas espinosas.
Por el contrario, hubo muchas mujeres trabajando intensamente en los scriptoria de los monasterios medievales, en los talleres de pintura del Renacimiento, en las cortes de los príncipes del Barroco y del siglo de las Luces, en las calles mugrientas de los barrios de artistas y bohemios del XIX.
Hubo muchas mujeres escribiendo en medio del bullicio de las salas comunes de las casas o a solas en sus propias habitaciones, y muchas, muchísimas, que lo hicieron desde las celdas de los conventos. Y mujeres que compusieron delicados cantos religiosos, madrigales sensuales, óperas llenas de dioses y amores, y sinfonías y cuartetos y preludios y sonatas.
Un gran número de ellas se vieron obligadas a permanecer escondidas detrás de los nombres de sus padres, maridos o hermanos, realizando obras que luego ellos firmaban y cobraban. Pero también hubo muchas que lograron reconocimientos, honores, dinero y fama, que vivieron honrada y esforzadamente de su trabajo y a veces llegaron incluso a ser ricas gracias a su talento. Y probablemente muchísimas más lo intentaron y fracasaron, como también les sucedió a tantos y tantos hombres a lo largo de la historia.
La aflicción de las unas y los otros, puebla ese yermo infinito en el que yacen los nombres de tantos creadores malogrados.
Mujerres olvidadas por la historia.
Lo sorprendente, lo tristemente sorprendente, es que la mayor parte de esas mujeres —me refiero a las que triunfaron— acabaran siendo olvidadas por la historia. Mejor dicho, acabaran siendo ninguneadas por los hombres que durante siglos han escrito la historia, la del arte y la de la literatura y la de la música; incluso las más exitosas, las más indiscutibles fueron rápidamente empujadas sin miramientos, apenas desaparecieron de la tierra, al limbo del silencio y la inexistencia.
Sus obras terminaron escondidas en las zonas más inaccesibles de las bibliotecas o encuadernadas bajo nombres masculinos, sus cuadros relegados a los sótanos o atribuidos durante siglos a hombres en las cartelas de las pinacotecas. A lo largo de los capítulos de este libro se verá una y otra vez repetido ese fenómeno de condena a la desmemoria y a la negación de la autoría, cuando no a los mayores desprecios y descalificaciones por parte de los críticos.
Desde que Virginia Woolf iniciara hace más de un siglo el debate sobre la literatura femenina, se ha discutido incesantemente si existe o no una forma peculiar por parte de las mujeres de reflejar el mundo a través de sus obras, tanto en el campo literario como en el artístico o en el musical. Ése no es el asunto de este libro, aunque sí me gustaría decir algo al respecto, de manera muy breve: cualquier creador inventa ficciones. Él —ella— es en sí mismo, como creador, una ficción, la voz fingida de un narrador, la mirada no natural de un inventor de formas y colores. Su mirada y su voz pueden ser,
por lo tanto, genuina o falsamente femeninas o masculinas.
El autor hombre de una novela cuya protagonista es una mujer puede asumir conscientemente —y, por qué no, con acierto— un punto de vista de mujer. La mujer que escribe o pinta puede asumir conscientemente la voz o la mirada masculinas. Pero también la mujer que escribe o pinta puede dejarse dominar inconscientemente por las reglas, las normas y los cánones establecidos desde siempre por los hombres (lo cual, por cierto, no los convierte en necesariamente perniciosos, aunque sí en posiblemente discutibles).
A menudo, de hecho, ha sucedido y aún sucede así.
No iré más allá en ese debate. Pero sí me gustaría señalar que hay algo que diferencia de manera radical el mundo creativo masculino y el femenino: las condiciones en las que ese trabajo se desarrolla, en las que se ha desarrollado históricamente. Por supuesto, la vida de los artistas, en cualquier campo, nunca ha sido fácil: hace falta un talento del que muy pocos gozan, una preparación ardua, una feroz resistencia y capacidad de lucha para instalarse en eso que, por entendernos, podemos llamar el «mercado», sea tanto el de las élites de mecenas de las artes del pasado como el de los más o menos numerosos compradores de libros del presente. A todo eso se añade, por supuesto, el factor suerte que, digan lo que digan, existe, claro que existe. Y el hecho intangible, pero real, de que a menudo las personas creativas tienen un temperamento poco común —si es que existe lo común en eso del temperamento—, una sensibilidad exacerbada en lo bueno y en lo malo.