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CRONICAS DE UN MUNDO EN CONFLICTO
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La declaración de la estrategia global fue correctamente interpretada como un paso siniestro en el concierto mundial

La declaración de la estrategia global fue correctamente interpretada como un paso siniestro en el concierto mundial.
No basta, sin embargo, con que una gran potencia declare una política oficial. Debe pasar a establecer esa política como una nueva norma del derecho internacional mediante la realización de acciones ejemplarizantes. Distinguidos expertos e intelectuales públicos pueden entonces explicar seriamente que como la ley es un instrumento vivo y flexible, la nueva norma sirve ahora como guía para la acción.

Así, con el anuncio de la nueva estrategia empezaron a redoblar los tambores de guerra, a fin de despertar el entusiasmo público a favor de un ataque contra Iraq. Simultáneamente se inauguraba la campaña para las elecciones de mitad de período. Hay que tener en mente esta conjunción, ya mencionada atrás.
 
El objetivo de la guerra preventiva debe tener varias características:
 
1.    Debe estar virtualmente indefenso.
 
2.    Debe ser lo suficientemente importante como para justificar el esfuerzo.
 
3.    Hay que encontrar la forma de presentarlo como el mal supremo y un peligro inminente contra la humanidad.
 
Iraq era idóneo en todos los respectos. Las dos primeras condiciones son obvias en el caso de Iraq. La tercera es fácil de establecer. Sólo se necesita repetir los fogosos discursos de Bush, Blair y sus colegas: el dictador "está haciendo acopio de las armas más peligrosas del mundo [con el fin de] dominar, intimidar o atacar"; y "ya las ha utilizado contra aldeas enteras, dejando miles de sus propios ciudadanos muertos, ciegos o desfigurados (...) Si esto no es maldad, entonces la maldad no tiene sentido".
 
La elocuente denuncia del presidente en su discurso del Estado de la Unión de enero de 2003 ciertamente tiene un timbre verídico. Y, desde luego, quienes contribuyen al incremento del mal no deberían gozar de impunidad; entre ellos el orador de tan encumbradas palabras y sus actuales compinches, quienes por mucho tiempo apoyaron al hombre del mal supremo con pleno conocimiento de sus crímenes. Impresiona ver lo fácil que es, en el recuento de las peores ofensas del monstruo, suprimir las palabras cruciales "con nuestra ayuda, que seguíamos prestando porque nos traía sin cuidado".

Las loas y el apoyo dieron paso a la denuncia tan pronto el monstruo cometió el primer crimen auténtico: desobedecer (o acaso malinter-pretar) órdenes, cuando invadió a Kuwait en 1990. El castigo fue severo... para sus súbditos. El tirano, sin embargo, escapó incólume y quedó aún más fortalecido por las sanciones que para la ocasión le impusieron sus antiguos amigos.

Al acercarse el momento de demostrar la nueva norma de la guerra preventiva, en septiembre de 2002, la consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, advirtió que el próximo indicio de las intenciones de Saddam Hussein bien podría ser una nube en forma de hongo, presumiblemente sobre Nueva York. Los vecinos de Hussein, entre ellos la inteligencia israelí, descartaron estas imputaciones sin respaldo, puestas en entredicho más adelante por los inspectores de la ONU .

Sin embargo, Washington siguió sosteniendo lo contrario. Desde el primer momento de la ofensiva propagan- 11 dística fue evidente que tales pronunciamientos carecían de credibilidad. "'Esta administración es capaz de cualquier mentira (...) con tal de promover sus objetivos de guerra en Iraq', dice una fuente del gobierno de Washington con más de dos décadas de experiencia en temas de inteligencia". Él cree que Washington se opuso a las inspecciones porque temía que no encontraran mayor cosa. Las afirmaciones del presidente sobre las amenazas iraquíes "deberían verse como nítidos intentos por asustar a los estadounidenses para que apoyaran la guerra", agregan dos eminentes estudiosos de las relaciones internacionales. Y este procedimiento se sigue de ordinario. Washington todavía se rehusa a suministrar pruebas que sustenten sus denuncias de 1990 de una enorme concentración militar iraquí en la frontera Saudita (la principal justificación que esgrimió para la guerra de 1991), denuncias impugnadas al instante por el único periódico que las investigó, inútilmente12.
 
Con pruebas o sin ellas, el presidente y sus compinches emitieron negras advertencias sobre la terrible amenaza que Saddam suponía para sus vecinos y para Estados Unidos y sobre sus vínculos con el terrorismo internacional, insinuando claramente que estaba involucrado en los ataques de s-11. El asalto propagandístico del Gobierno y los medios surtió efecto. A las pocas semanas, un 70 por ciento de los estadounidenses consideraba que Saddam Hussein era "una amenaza inminente contra Estados Unidos" que debía ser eliminada rápidamente, en defensa propia. Para marzo, casi la mitad creía que Hussein estaba involucrado personalmente en los ataques s-11 y que había iraquíes entre los secuestradores. El apoyo a la guerra guardaba una estrecha correlación con estas creencias13.
 
En el exterior "la diplomacia pública (...) fracasó estrepitosamente" , informaba la prensa internacional, pero "en el país se ha lucido, al vincular la guerra de Iraq con el trauma de septiembre 11 (...) Casi el 90 por ciento cree que el régimen [de Saddam] patrocina y encubre terroristas que planean futuros atentados contra Estados Unidos". El analista político Anatol Lieven comentaba que la mayoría de los norteamericanos había sido "engañada (...) mediante un programa de propaganda que en cuanto a mendacidad sistemática tiene pocos paralelos en las democracias de tiempos de paz".

La campaña de propaganda de septiembre de 2002 también bastó para darle a la administración una exigua mayoría en las elecciones de mitad de período, pues los votantes dejaron de lado sus intereses inmediatos y se resguardaron bajo las alas del poder por miedo al enemigo demoníaco.
 
La magia de la diplomacia pública hechizó inmediatamente al Congreso. En octubre, este confirió al presidente autoridad para declarar la guerra "en defensa de la seguridad nacional de Estados Unidos ante la continua amenaza que representa Iraq". El guión nos suena conocido. En 1985, el presidente Reagan declaró la emergencia nacional, renovada cada año, debido a que "las políticas y acciones del gobierno de Nicaragua representan una amenaza inusual y extraordinaria a la seguridad nacional y la política exterior de Estados Unidos". En 2002 los estadounidenses volvían a temblar de miedo, esta vez frente a Iraq.
 
El lucimiento de la diplomacia pública en el interior volvió a brillar cuando el presidente "dio un poderoso remate reaganesco' a una guerra de seis semanas" en la cubierta del portaviones Abraham Lincoln el 1 de mayo de 2003. Pudo allí declarar (sin temor a comentarios escépticos en su país) que había conseguido una "victoria en la guerra contra el terror" al haber "eliminado a un aliado de Al Qaeda"15 16 17. No importa que el supuesto vínculo entre Saddam Hussein y Osama ben Laden, que de hecho es su enemigo acérrimo, no se basara en pruebas creíbles y en general fuera rebatido por los observadores más calificados. Tampoco importa la única conexión conocida entre la invasión de Iraq y la amenaza del terror: que la invasión agudizó la amenaza, como tanto se había predicho. Tal parece que fue un "enorme retroceso en la 'guerra contra el terror', al incrementar bruscamente el reclutamiento de Al Qaeda"1".
 
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